Del periodista, escritor, locutor, narrador, comentarista, poeta, en fin, del Maestro Andrés Salcedo, habría infinidad de historias y anécdotas que contar y espero en algún momento poder hacerlo.
Por lo menos hoy, la gran fortuna me ha regalado la inmensa oportunidad de publicar su poesía “Confesiones de un viejo locutor”, una obra que al momento de leerla, me transportó a esa edad infantil e inocente en mi recordada Medellín, cuando imaginaba que en esos radios gigantes y pesados de la época, vivían al interior personas diminutas que nos encantaban con sus voces.
“Confesiones de un viejo locutor” es una poesía del Maestro Salcedo, pero también la de muchos apasionados a la radio, que en las voces de otros, imaginamos y vivimos un mundo pleno de creatividad.
Imagen de Andrés Salcedo. Extraída del Canal YouTube.
Por Germán Posada
“Confesiones de un viejo locutor”
Poema autobiográfico de Andrés Salcedo.
Me gustaban esas voces de la radio. Me acompañaban. Me consolaban en mi infancia solitaria.
En la onda corta, llena de ruidos de estática, algunas de esas voces hablaban en idiomas desconocidos. Pero a pesar de no entender lo que decían, yo seguía creyendo ingenuamente que hablaban solo para mí.
Recuerdo esa mañana de enero con el fardo del año perdido todavía a cuestas. Desaprobado por inasistencia. Porque en vez de ir a clases me iba todos las mañanas al Parque Almendra con el Zurdo Castellar, que me había enseñado a fumar marihuana un par de meses antes.
Íbamos a ver pasar recién bañadas y perfumadas a las muchachas de la Escuela Pública número 28, que caminaban sin mirarnos por la calle Caldas, con su orgullo adolescente y su uniforme de rayitas, dejándonos tan solo los efluvios del jabón de Reuter.
Pero volvamos a ese día. Iban a dar las 12 y alguien, probablemente la mujer que estaba a cargo de mi crianza me gritó desde la cocina que iban a servir la mesa.
Pero yo seguía enganchado a la voz del locutor que describía desde un micrófono lejano una batalla naval en aguas de Corea. El paralelo 38 como recalcaba.
Por esa época yo libraba en silencio mi propia batalla de todos los días ante el espejo.
Con mi cara y mi amor propio devastados por el acné purulento.
Y con mi orgullo erosionado por la indiferencia de la nueva vecina, una jovencita rubia muy delgada, la menor de la familia de Sincelejo que se acababa de mudar en la casa de al lado.
Y entonces tomé la decisión más importante de mi vida. En adelante no habría más clases ni años perdidos. No me dolería tanto ver mi rostro devastado en el espejo. Ni el desdén de ninguna de las chicas del vecindario. No tendría que atender los llamados que salían de la cocina, de esa mujer, mi madre de crianza, que estaba presa como yo en aquella casa.
Y me fui para siempre al encuentro de las voces que hablaban solo para mí desde un micrófono lejano.
Suponía que estarían dispuestas a hacerme un lugar en su cabina para que yo también pudiera comunicarle al mundo mi dolor y mi tristeza
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